RELATO

El trasgu de Valle Oscuru

A Mónica, mi amiga, mi musa, mi amor

Dejé la pipa recién fumada en la caja de metal, una vez había limpiado el tabaco consumido de su interior. Cuando llegamos al hotel, lo primero que hice fue buscar un buen rincón donde ubicar la caja de mis pipas, y lo encontré junto a una de las ventanas de la habitación que daban al oscuro valle, encima de un mueble con cajones.

Aquella tarde la pasé apaciblemente sentado en el salón con chimenea del hotel, fumando tranquilamente y jugando a los dados con Mónica, mi dulce compañera.

Era nuestro primer día de vacaciones en el hotel Valle Oscuru, situado en el valle de Tresgrandas; una pequeña población asturiana muy cerca de la costa, donde el olor a mar se mezcla con el de húmeda hierba. Al ser finales de diciembre, el valle nos acogió envuelto en pesadas nubes grisáceas.

Y nada mejor que una oscura y fría tarde nubosa para sentarse cerca de un chispeante fuego y fumar en pipa, acompañado cómo no por la esbelta y risueña Mónica, la chica de los ojos marrón verdosos, pícara sonrisa y rizada cabellera color castaño claro. Hacía menos de un año que salíamos y estas eran nuestras primeras vacaciones juntos.

El destino que escogimos, el hotel Valle Oscuru, era un lugar con marcado aire de magia en el ambiente. No tenía muchas habitaciones unas siete u ocho, y cada una de ellas portaba el nombre de un duende de la mitología asturiana: Nuberu, Ventolín, Trasgu... a nosotros nos tocó esta última, la del trasgu, una habitación de techo abuhardillado, donde las vigas de madera sobresalían unos centímetros del mismo, y con suelo de baldosa rústica.

La habitación tenía dos ventanas que miraban al valle, con un mueble de cajones junto a ellas donde coloqué mis pipas, un armario empotrado y un baño, al cual se accedía subiendo un escalón. Las dos camas, juntas, se ubicaban frente a ambas ventanas.

En la puerta, antes de entrar, nos fijamos en el pequeño cuadro que daba nombre a la habitación. Trasgu, rezaba el título del cuadro, y bajo él, el dibujo de un duende con puntiagudas orejas, gorro rojo y un agujero en una de sus manos, en la izquierda.

Esa noche, tras dejar la pipa en la caja, nos acostamos temprano. Antes de que el arropador sueño nos llevase consigo, Mónica y yo comentamos sobre la singular mujer que nos había recibido al llegar, Rosalina, la dueña; era joven unos treinta y dos años, no muy alta y de abierta sonrisa que rebosaba sinceridad.

Mas su mirada, profundamente escrutadora, traspasaba más allá de los rostros y gestos. Aunque no fue molesto presentir que Rosalina supo más de nosotros que, tal vez, nosotros mismos. Lo primero que hice cuando nos acomodó en el salón de la chimenea, fue preguntarle si podía fumar en pipa. Ella sonrió y asintió.

Luego, delicadamente, colocó una vela aromática en la mesa, a la vez que me proporcionó un cenicero de amplia capacidad. Tal y como nos dijo, estábamos en nuestra casa.

No sé si Rosalina encendió la vela para ahuyentar el dulzón olor a tabaco, o porque intuyó que yo, en mi casa, también uso velas aromáticas cuando fumo en pipa. A mí me gusta su olor, pero sé que la gente acaba cansándose después de media hora de humo con olor a vainilla.

De todo esto hablé con Mónica, entre beso y beso, hasta que el sueño vino y nos llevó a su mundo.
Un ruido me despertó a mitad de la noche. El silencio del lugar algo incómodo para los que vivimos bajo el incesante canto de tubos de escape hacía que cualquier pequeño sonido se multiplicase inquietantemente. Y el que me despertó sonaba a caja metálica.

Me recosté adormilado y busqué a tientas mis gafas en la mesilla. Encendí la lámpara de noche y comprobé que Mónica no se había despertado. Entonces, tras colocarme las gafas, vi que algo estaba hurgando en la caja de las pipas.

Pensé en algún tipo de roedor, pero al fijarme mejor, pude observar como se mantenía de pie con la mitad del cuerpo metido en la caja. Y llevaba... pantalones. Atónito, y aun medio dormido, me levanté y me acerqué al mueble en el que estaba la caja.

Fue el no estar despierto del todo lo que me hizo reaccionar así, de otro modo no me creo capaz de ser tan osado. Al menos, pensé, no es una maldita araña.

La criatura se alzó de la caja con una de mis pipas entre las diminutas y muy blancas manos. Una de ellas, la mano izquierda, estaba agujereada. La criatura estaba tan ensimismada con la pipa que no me hizo caso alguno.

El ser era muy parecido al dibujo que estaba en el cuadro de la puerta; no medía más de treinta centímetros puesto en pie y erguido y llevaba un curioso gorro rojo, que le caía sobre la despejada frente. Por detrás de este sobresalían mechones de pelo ceniciento.

La cara tenía rasgos felinos, de ojos brillantes y amplia boca adornada con una afilada hilera de dientes. La tez, al igual que la de las manos, era muy blanca, como si el sol no la hubiese tocado hace mucho tiempo. Las orejas, que salían por encima del gorro, acababan en punta, formando un curioso tridente junto con el pico del tocado rojo.

No cabía duda, determiné, de que me encontraba ante un trasgu.

¿Eh! Deja esa pipa, es mía dije, como si hablase con un perro o gato, sin esperar ningún tipo de contestación.

Calorrrr... olorrrr... el trasgu susurró las palabras mientras acariciaba suavemente la cazoleta de madera.

Acercaba la cara y la volvía a separar, entusiasmado con la tibieza y olor a tabaco quemado que aun perduraban en la pipa. Arrastraba las sílabas al hablar, como si su boca no fuese capaz de soltarlas según las decía.

Joder... pero si el bicho habla... más que hablar, pensé en voz alta.

¿Tu darrrr? ¿Darrrr essssto? replicó el trasgu, y con ambas manos me mostró la pipa, mi pipa, la misma que había dejado antes de irme a la cama.

¡No! ¿Para qué quieres una pipa? ¿También fumas? según hablaba más me sorprendía de mí mismo. Estaba charlando con un... duende. Y no mostré ningún tipo de miedo o temor.

¿Fumma? ¿Qué serrrr fumma? No quierrrro fumma, quierrrro essssto, essssto dijo el trasgu, y volvió a mostrarme la pipa.

Ante su furiosa mirada se la arrebaté de las manos, sin pensármelo dos veces. Entonces el trasgu abrió la boca desmesuradamente con intención de morderme.

Vicen... ¿Qué haces levantado?

Me volví hacia la cama. Mónica se había despertado. Los mechones de pelo alborotado le caían sobre el rostro y estaba recostada en la almohada.

Mónica, cariño, tranquila, no quiero que te asustes ¿cómo iba a reaccionar ella ante el duende?, pensé.

¿Qué pasa? contestó nerviosamente. Mis palabras no hicieron otra cosa que asustarla. Y se levantó de la cama.

Es un... es un... me volví hacia el trasgu, señalando a Mónica la caja de las pipas, pero el duende no estaba allí. Había desaparecido Es un... un... un momento delicado, Mónica. Nos conocemos hace nueve meses, ¿verdad, cariño? Bueno yo... esto... es que tengo la costumbre de levantarme por las noches a limpiar las pipas... sí, eso y le enseñé la pipa, tal y como el trasgu me la mostró momentos antes a mí. Cogiéndola con ambas manos.

Pero serás tonto... anda, ven aquí. ¡Me has asustado! y se acercó hasta mí, sonriéndome.

No, bueno, no te asustes. Es... es una rara costumbre, nada más.

Gran idea, Vicente, pensé, gran idea... A saber qué pensará ahora de alguien que se levanta a las cuatro de la mañana para limpiar pipas.

Venga murmuró Mónica tomándome de la mano deja eso y vamos a la cama. Mañana hay que madrugar. ¿De acuerdo? y me regaló un tierno beso en los labios.

Dejé la pipa en la caja y la cerré. Luego, guiado por su mano, volví a la cama. Antes de apagar la luz no pude remediar el echar un vistazo en dirección a la caja de metal. Pero allí sólo estaba el mueble con la caja de pipas encima de él.

Al día siguiente, tal y como supuse, una de mis pipas había desaparecido. Mónica me dijo que no le importaba si me levantaba o no de madrugada a limpiar pipas o floreros, le daba igual, y que todo el mundo tiene alguna extraña manía, añadió. Para no empeorar mi ya malograda imagen ante ella, nunca le hablé del trasgu de Valle Oscuru, ni, claro, de la desaparecida pipa.

Vicente Fernández Hurtado


Fecha de publicación 19-2-2006